Mario Vargas Llosa, padre
Una familia itinerante
El primer recuerdo más o menos nítido que tengo de mi padre, y que ha sobrevivido al paso del tiempo y a esta esclerosis prematura que me come la memoria desde hace algún tiempo, es la de una gran aventura: el viaje en barco –una travesía larguísima, como de un mes– que hizo toda la familia –mi padre, mi madre, Patricia, y mis hermanos Alvaro y Morgana (esta última, recién nacida)– desde Barcelona, en España, hasta el puerto del Callao, en Perú. Yo debía de tener unos ocho años y habíamos pasado los últimos seis en la capital catalana, que en esa época era el centro del llamado boom literario latinoamericano, aunque pasando largas temporadas afuera.
Mis padres habían, finalmente, decidido regresar al Perú por un tiempo (que al fin de cuentas terminó siendo bastante breve, ya que menos de un año después de haber retornado a Lima, ya estábamos nuevamente haciendo las maletas rumbo a un nuevo destino). Me acuerdo muy bien que ese viaje en barco lleno de peripecias –al arribar al puerto colombiano de Buenaventura, la embarcación fue asaltada por delincuentes que se llevaron dinero y joyas– generó en mí sentimientos muy encontrados. Por un lado, me hacía mucha ilusión ir al encuentro de ese nuevo mundo, el Perú, donde yo había nacido, pero del cual no guardaba ningún recuerdo, y de una tribu familiar que no conocía. Era pues, literalmente, un viaje de descubrimiento. Pero, al mismo tiempo, me aterraba haber dejado atrás Barcelona, mis compañeros en el Liceo Francés, mi barrio de Sarriá y, por supuesto, mi primer amor secreto y no correspondido, Blanca Sánchez (a quien creo que nunca le llegué a dirigir la palabra).
Ahora que lo pienso, es perfectamente lógico que mis primeros recuerdos sean de ese viaje, porque esas imágenes simbolizan muy bien lo que fue mi infancia dentro de la familia Vargas Llosa, lo que ha sido mi vida adulta después de haberme emancipado, y, en cierta forma, la esencia de lo que soy. Mi padre siempre fue y sigue siendo un trotamundos incansable e insaciable, cambiando constantemente de residencia, con el avión (ahora que ya casi nadie puede darse el lujo de viajar en barco) haciendo las veces de hogar. De niño, debo de haber cambiado de casas, de colegio y de amigos por lo menos una docena de veces, tanto que, cuando cumplí once años, mis padres decidieron que esa vida de locos errantes no era saludable para mi hermano, Alvaro, ni para mí y nos mandaron al internado en Cambridge, Inglaterra, donde podríamos, por lo menos, tener cierta estabilidad (que resultó ser más física que emocional o psíquica), mientras que ellos y mi hermana Morgana, de cuatro años, seguían recorriendo el mundo.
Un padre (y una madre) a distancia
Los primeros años, la pasé terriblemente mal en el internado. Lo peor no era el régimen sádico que nos aplicaban los niños ingleses (habría que hacer un estudio sobre los niveles de racismo en estas instituciones británicas), ni la férrea disciplina escolar de la que los profesores estaban muy orgullosos (el colegio era básicamente una cárcel de donde nos dejaban salir apenas por un par de horas los domingos después de misa. Además, nos permitían ducharnos solamente tres veces a la semana y el agua caliente estaba racionada), sino la sensación de haber sido abandonado por mis padres (desde niño me gustó el papel de víctima), a quienes veía únicamente en las vacaciones. Muchas –incontables– noches, en la soledad espantosa del internado, los odié –y, sobre todo, a mi padre, a quien yo consideraba el principal responsable de mi desdicha.
Con el paso del tiempo, sin embargo, mi estancia en el internado se hizo menos penosa tanto así que, aunque parezca imposible, llegué a acostumbrarme a los ingleses, a sus excentricidades, a su disciplina y hasta a su frialdad (que según algunas personas se me ha pegado). Pero, más importante aún, con los años me fui gradualmente reconciliando con la decisión de mis padres de mandarme al internado, a tal punto que ahora creo que fue la mejor decisión que pudieron haber tomado en su momento.
Esto que voy a decir sin duda puede sonar paradójico pero estoy convencido que es verdad: para Mario Vargas Llosa, la mejor manera de ser un buen padre era ser un padre a distancia. Lejos de él, de esa sombra que con su fama, su éxito y su carácter fuerte pudo literalmente haberme aplastado, afortunadamente logré, mal que mal, crecer libremente, desarrollar mi propia personalidad (no que ésta sea nada especial ni mucho menos, pero por lo menos es mía), y hacerme valer por mí mismo (es evidente que apellidarse Vargas Llosa en un internado o en una universidad inglesa no significa nada en absoluto y, definitivamente, nunca me trajo ningún beneficio); es decir, ser “Gonzalo” y no solamente “el hijo de”. Es por eso seguramente que me libré -¡en todo caso, hasta ahora!– de esa horrible suerte reservada a muchos hijos de ricos y famosos que son seres acomplejados, castrados, e infelices.
Una paternidad difícil
En todo caso, mirando al pasado, y con la relativa objetividad que le da a uno la distancia de los hechos, pienso que durante la infancia de mi hermano, Alvaro, y mía, mi padre la debe de haber pasado mucho peor que nosotros dos: en mi caso, a los quince años me convertí a la religión rastafari, me dejé de cortar el pelo durante más de un año y, a consecuencia de éstas y otras rebeldías aún más graves (que dejo a la imaginación de los lectores), fui muy amablemente (y a la manera más inglesa) “invitado a dejar el internado” por las autoridades del colegio (terminé mis estudios en otro internado en la misma ciudad de Cambridge) –un verdadero shock para mi pobre padre.
*Gonzalo Vargas Llosa es Representante del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados en Panamá, desde el 1ero de octubre de 2003.
Créditos fotográficos:
Fotos cortesía de Mario Vargas Llosa
Foto de Mario Vargas Llosa: Daniel Gianonni
Foto de Mario y Patricia: B. Pestana, Lima