Adiós, Panamá
Adoptó nuestro país como suyo por dos años y se sintió latino de nuevo. Con una gran sinceridad y espontaneidad, y aún sin conocer cuál será su próximo destino, Gonzalo nos confiesa lo que se lleva de esta enriquecedora experiencia.
Cuando vine a Panamá en abril de 2003 como encargado de la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), me sentía abrumado por sentimientos encontrados. Por un lado, la idea de regresar a América Latina, donde no había vivido desde hacía veinte años, me hacía una enorme ilusión. En el terreno profesional, asumir por primera vez la jefatura de una oficina de país era, aparte de un ascenso, un gran desafío, especialmente porque en ese momento las relaciones entre el Gobierno y el ACNUR atravesaban un momento muy difícil. Por otro lado, “cruzar el charco” –en ese entonces yo vivía en Ginebra, Suiza– significaba también separarme por un tiempo largo de mis hijas, Josefina y Ariadna, de mi (entonces) novia, Thais, y de mis amigos, y aventurarme en un país extraño donde, literalmente, no conocía a una sola persona. Me acuerdo muy bien el comentario que me hizo mi jefa antes de que yo abordara el avión a Tocumen: “No te preocupes, Gonzalo, los panameños son muy simpáticos, y no tardarás en hacer buenos amigos. Lo que sí te va a costar mucho es que el Gobierno acepte al ACNUR y a ti. El resto será fácil”. Algo de razón tenía mi querida Hope.
Han pasado un poco más de dos años desde entonces. Cuando este artículo se publique, estaré alistando las maletas para –una vez más– mudarme de país y asumir una nueva vida en algún otro rincón del mundo adonde hayan llegado refugiados en busca de paz y seguridad. Sin duda, me iré de Panamá con mucha pena. Dejo atrás algunas amistades entrañables, a un país al que he aprendido a querer y a un Darién de cuya gente me he enamorado. Allí, en la frontera, desde 1997 el ACNUR, de manera conjunta con el Gobierno, la Iglesia y las ONG, ha venido brindando apoyo legal y ayuda humanitaria a un grupo pequeño de colombianos bajo protección temporal (que han escapado de la violencia en los Departamentos de Chocó y Antioquia) así como a las comunidades receptoras panameñas.
En lo personal, por lo que probablemente le estaré siempre más agradecido a Panamá es por haberme enseñado que también soy latino. Me fui del Perú recién nacido y desde entonces solamente he pasado allí dos o tres temporadas más o menos largas, la última en 1985 cuando me tomé un año libre antes de entrar en la universidad para conocer más mi país. Desde entonces, solamente he regresado cada año de vacaciones por apenas unos días. Pasé la mayor parte de mi infancia y adolescencia en Inglaterra y, desde que empecé a trabajar para las Naciones Unidas en 1991, he vivido en el Asia Central y en Europa, pero no en América Latina. Con el paso del tiempo –y esto lo digo con pena– me he ido alejando cada vez más del Perú y de los peruanos. Cada año, la distancia entre los pocos amigos que tengo (o tenía) allí y yo ha ido creciendo hasta el punto de llegar a sentirme como un verdadero “extranjero” en mi propio país y en esta región en general.
Si cuando llegué a Panamá no conocía a nadie, no tardé nada en hacerme buenas amistades, a las que sin duda voy a extrañar mucho. Como Mayín, por ejemplo. Antes de venirme a Panamá, mi padre, que es amigo de ella, me dio su teléfono para que la buscara. Desde el primer día, Mayín me “adoptó” como una segunda madre. Hay anécdotas con ella que nunca olvidaré, como la noche en que nos conocimos. Era la primera semana de abril de 2003 y yo literalmente venía llegando de Suiza. La llamé para decirle que ya estaba en Panamá y esa misma noche pasó a recogerme a mi hotel. Me dijo que, en vez de mostrarme la ciudad, me llevaría a un cumpleaños en el Yatch Club donde conocería gente, y sobre todo, políticos. Resultó ser el cumpleaños de Rubén Arosemena, el ahora vicepresidente de la República y, en aquel entonces, jefe del Partido Popular. Allí estaba también, por supuesto, Martín Torrijos. Yo, que había venido a Panamá con el objetivo de reparar las relaciones muy deterioradas entre el Gobierno de Mireya Moscoso y el ACNUR, no sin cierta razón comencé a sentirme un tanto incómodo en esa reunión donde estaba toda la “oposición”. Lo más traumático fue cuando un periodista insistió en que nos tomáramos una foto con Martín Torrijos. Pensé (con pánico total): “Todavía ni siquiera me he presentado al Gobierno. Si mañana sale una foto mía en el periódico en una fiesta con el principal contendor político de los Arnulfistas, no duro ni dos días en Panamá”. Creo que esa noche no pegué los ojos. No sé si finalmente se publicó algo o no, pero en todo caso mi estadía en Panamá no duró dos días sino más bien dos años…
Asimismo, siempre me acordaré de la señora Albalyra, quien también me abrió las puertas de su casa y que, como Mayín, ha sido para mí una especie de segunda “mamá” panameña. Aunque su anhelo secreto –que, ahora que estoy de nuevo soltero, me enamore y me case con una muchacha panameña– parece que finalmente no se va a cumplir (en todo caso, con el muy poco tiempo que me queda aquí, sería un noviazgo muy corto), le agradezco el haberse preocupado por mi bienestar sentimental (como lo habría hecho cualquier buena madre). Con Albalyra tuvimos entrañables conversaciones en su piso en Paitilla y en su casa de playa de Punta Barco sobre la vida, poesía, literatura y mucho más, que no olvidaré. Le tengo mucho aprecio también a su hijo Adolfo, una de las primeras personas que conocí en Panamá, a los pocos días de llegar. Me acuerdo que una noche regresé a mi hotel y el recepcionista me dijo: “Lo ha venido a buscar un Vice-Ministro. Dejó su tarjeta y dice que lo llame”. Lo primero que pensé fue: “Ya lo sabía, esa foto en el Yatch Club con Martín debe de haber salido en algún sitio. Ahora el Gobierno me manda a un emisario para quejarse”. Un tanto nervioso, marqué el teléfono del “viceministro” y me presenté, muy formalmente. La respuesta de Adolfo me dejó perplejo: “Oye ven acá, yo conozco a tu hermano Alvaro. Si no tienes nada que hacer más tarde, te invito a tomar unas cervezas”. Fue el comienzo de una muy buena amistad, de incontables charlas y discusiones sobre política local e internacional en el bar del Club Unión, en El Pavo Real y, más recientemente, en el Decápolis. Sin duda, aparte de ser un excelente profesional, Adolfo tiene lo mejor del panameño: simpático, hablador y amigo leal. Y cómo no mencionar también a mi “pasiero” Luis, promotor incansable de los derechos del niño (trabaja para UNICEF) y con quien he recorrido el Darién y Kuna Yala en más de una ocasión. El talento de Luis ha quedado plasmado en un reciente documental del ACNUR y UNICEF sobre la situación en la frontera que él produjo. Además, con Luis he conocido la noche “bohemia” de Ciudad Panamá y al variopinto mundo de artistas locales.
Asimismo, la distancia –que nunca ha sido mi amiga– complicó aún más la ya difícil relación que tenía con mi novia de cuatro años, Thais, que vive en Madrid. Por supuesto que Panamá no es responsable por el fracaso de esa relación: ésta recae principalmente en mí. Pero si a mí ya me costaba muchísimo comunicarme con mi pareja estando literalmente al lado de ella, hacerlo a miles de kilómetros fue imposible o, simplemente, no hice el esfuerzo extra que se requería. Cada día que yo seguía en Panamá la brecha entre nosotros se habría más, hasta que ella decidió ponerle fin a la relación. Al principio, la odié a ella y a Panamá, pero ahora, ya más sereno, pienso que a lo mejor tuvo razón y, sobre todo, el coraje que me faltaba a mí. En todo caso, su decisión me golpeó durísimo: junto con mis hijas, es la mujer que más he querido en mi vida y que me ha dado los mejores momentos. Por eso, aunque en mi maleta de regreso (no sé a dónde) me llevaré sobre todo buenos recuerdos, inevitablemente también siempre asociaré a este país con algunos episodios muy dolorosos de mi vida.
Fotos: Ariel Atencio y otras cortesía de Gonzalo Vargas Llosa