Recuerdos de un territorio singular
El legado urbanístico de la antigua Zona del Canal es parte importante de nuestro patrimonio cultural, sigue siendo un capítulo de nuestra historia colectiva y es nuestra responsabilidad mantenerlo para las futuras generaciones.
La Zona del Canal empezó a existir casi inmediatamente después de que Panamá se convirtiera en república independiente, en 1903. Creada por medio del Tratado Hay-Bunau Varilla, el área se extendía aproximadamente 140,000 hectáreas, de las cuales una gran parte quedó sumergida bajo el lago Gatún y la otra pasó a ser la franja de ocho kilómetros de ancho que bordeaba el Canal en ambos lados. Hasta 1979, cuando entró en efecto el Tratado Torrijos-Carter, los Estados Unidos controlaron por completo dicho territorio. Durante los siguientes veinte años, hasta diciembre de 1999, la Zona del Canal fue pasando gradualmente a los libros de historia.
Gracias a la previa experiencia francesa, algo les quedó muy claro a los norteamericanos al asumir la construcción de un canal por Panamá: la única manera de lograr reclutar la fuerza laboral que necesitarían para realizar tan monumental obra era crear un ambiente sano, seguro y agradable para todos sus empleados. Al principio, se encargaron de sanear las ciudades terminales de Panamá y Colón, especialmente para erradicar el mosquito que tantas vidas había cobrado. Luego crearon comunidades completas que incluían, entre otras cosas, hospitales, iglesias, comisariatos, centros educativos y clubes sociales.
El patrón de ordenamiento urbano de la Zona siguió un modelo de ciudad jardín, donde se podían apreciar claramente todos los elementos dentro del espacio físico, dándole un lugar importante al paisajismo. El entorno urbano era tan importante como el natural. Las amplias calles y avenidas, todas con sus respectivas aceras y extensas áreas verdes, se complementaron con maravillosas obras arquitectónicas como el Hotel Tívoli, el Hospital Gorgas y el Edificio de la Administración. La planificación, además de incluir todas las áreas residenciales que rodeaban los centros públicos, tomó en cuenta también la utilización del material excavado del Canal para rellenar algunas áreas pantanosas como Albrook, donde quedaría el primer aeropuerto de Panamá, y crear la calzada de Amador.
Así como se realizó una inversión irrepetible en infraestructura de primera, que logró respetar y cuidar el medio ambiente que la rodeaba, también se estableció un sistema de vida que apoyara la construcción y el posterior mantenimiento del Canal. El gobierno de la Zona no solo administraba las operaciones del Canal, sino también todas las actividades secundarias que apoyaran esa infraestructura: tenía sus propios departamentos de policía, bomberos, aduana, migración y correos, además de contar con su propio sistema judicial y penitenciario, con cortes y jueces federales.
Los norteamericanos vivían un seudosocialismo dentro de un área notablemente distinta al resto de su país anfitrión e, incluso, de su país de origen. Al igual que todas las otras instalaciones dentro de la Zona, las áreas residenciales eran mantenidas por la Compañía del Canal, que a su vez era propietaria de las casas y se encargaba de asignárselas a sus empleados. Cada vez que se dañaba algo, la Compañía lo arreglaba. No existía el desempleo, ya que todos los que vivían en la Zona eran empleados o dependientes de empleados de la Compañía o el Gobierno de la Zona del Canal, o de alguna otra agencia del Gobierno de los Estados Unidos, como el Departamento de Defensa. Todos los que trabajaran para el Canal eran empleados federales de los Estados Unidos y, cuando se jubilaban o dejaban de trabajar, tenían dos meses para recoger sus cosas y salir de la Zona.
A pesar de tratar de ser un sistema igualitario, los muchos privilegios con los que contaban los residentes de la Zona eran medidos según la nacionalidad y el rango de los puestos de trabajo. Eso era lo que determinaba dónde vivían, dónde iban a la escuela sus hijos, dónde comían, y dónde se divertían. Los empleados norteamericanos, en su mayoría blancos, recibían su salario del gold roll o planilla de oro, y los extranjeros, casi todos afroantillanos, estaban en la planilla de plata.
Sin embargo, a diferencia de la segregación en Estados Unidos, en la Zona del Canal se vivía un ambiente bastante tranquilo. Probablemente esto tenía que ver con el hecho de que los salarios eran muy buenos y la población era pequeña: era como vivir en una isla con pocos problemas. A la hora de organizar algún evento, social o deportivo, igual participaban blancos y negros, que chinos y panameños. De hecho, muchos panameños cruzaban la frontera con la Zona para asistir a reuniones de grupos de historia, numismática, filatelia, arqueología, teatro y asociaciones de ayuda social.
Hoy en día, quienes nacieron o vivieron muchos años en la Zona, mantienen ese sentimiento de querer volver a Panamá, compartiendo sus añoranzas a través de clubes, cartas y sitios en internet. Muchos se quedaron, formaron familias con panameños y asumieron una cultura bilateral. Como dice John Carlson, fundador y presidente de la Sociedad Histórica de Panamá por 20 años, “cuando un zonian se casaba con un panameño o panameña, se casaba con su familia, su cultura y su país también”. Así fue que las culturas se fueron entremezclando e incluso muchas de sus fiestas, como Thanksgiving o Halloween, aún se celebran en diversos hogares panameños. La influencia de casi un siglo de historia de la Zona del Canal se puede sentir en nuestras propias costumbres, ya que han moldeado mucho de nuestra cocina y nuestro idioma, entre otras cosas.
Entre los panameños que pudimos vivir parte de esa historia, aunque un poco desde afuera, había un anhelo de algún día poder transitar por esas calles sin reservas. Pero también existía un reconocimiento de lo bueno que allí había: calles amplias y ordenadas, conductores que manejaban despacio y no ensuciaban el entorno y, sobre todo, un palpable respeto por el medio ambiente. El solo hecho de entrar en la Zona para alguna actividad –como ir a los partidos de fútbol americano, o a los bolos al lado del estadio de Balboa– nos hacía sentir que vivíamos en dos países al mismo tiempo.
Los recuerdos de la Zona del Canal se entrelazan con la realidad de un legado arquitectónico aún tangible, una herencia urbanística digna de preservar y, más aún, de seguir como modelo. Ahora nos toca cuidar todo ese valioso patrimonio cultural que nos quedó. Es nuestra responsabilidad con esas futuras generaciones que jamás conocerán, de primera mano, lo que fue la antigua Zona del Canal.
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