Cuerpo y Alma

Yo, yo… ¿y los demás?

En una conversación con uno de mis hijos y sus amigos, revisamos los objetivos de los héroes de la tiras cómicas modernas en las que todos, indiscutiblemente, muestran como máxima realización en la vida superar al contrincante, destruirlo, humillarlo, «acabar con él». Y, tratando de practicar en la vida real lo que hago como oficio, les planteé lo siguiente: cuando uno escucha muchas veces una frase, es muy fácil que la asimile y, al asimilarla, también se hace propia.

«¿No creen que corren el peligro de hacer propia la idea de buscar la superioridad a toda costa, aún destruyendo a otros?», les dije. Opiniones fueron y vinieron y, al final, todos dijeron tener suficiente «criterio» para que ese discurso no les penetre. ¿A los 8, 9 y 10 años?…

En ese momento, recordé un episodio de mi vida universitaria: Con un grupo de amigas, todas proyecto de periodistas, asistíamos a cuanta conferencia nos invitaban. Un día llegamos a este lugar en el que había un simposio titulado: «El papel de la mujer en el mundo moderno». No les puedo explicar la «ira» que me produjo escuchar a estos «expertos». Nadie habló una palabra de reivindicaciones, ni «derechos», nada de espacios ni de la lucha por conquistar la igualdad. Al salir de allí, alguien se nos acercó ante nuestra evidente molestia, nos escuchó y luego empezó a hablar: «Nuestra sociedad está como un muñeco en una casa donde hay muchos niños, cada uno le tira de un pie, un brazo y la cabeza; lo estiramos, lo estiramos… todos exigimos…»

Sobre la mujer, nos citó una frase de San José María Escriva: «Desarrollo, madurez, emancipación de la mujer, no deben significar una pretensión de igualdad -de uniformidad- con el hombre, una imitación del modo varonil de actuar. Eso no sería un logro, sería más bien una pérdida para la mujer, no porque sea más o menos que el hombre, sino porque es distinta. La mujer tiene exactamente igual dignidad que el hombre… pero a partir de esa igualdad fundamental, cada uno debe alcanzar lo que le es propio…»

Pasamos varias horas escuchando sus argumentos, habló de generosidad, pero no esa que sólo se manifiesta metiéndonos la mano en el bolsillo ante un cuadro de necesidad. La generosidad que nos proponía hablaba de desprendernos un poco de «mis gustos, mis caprichos, mis intereses» y pensar en los demás, empezando con los más próximos: nuestra familia. Y nos citó como ejemplo los altos índices de divorcio. ¿Por qué? ¿Será porque le estamos perdiendo el gusto a hacer feliz al otro? ¿Será porque la excesiva propaganda del yo, yo (mi tiempo, mis cosas, mis…) nos lleva a creernos el centro del universo?

Nos habló de responsabilidad. Haciendo un rejuego de palabras, la definió como la habilidad para responder por nuestros actos. Nos puso frente a la dimensión de nuestra rectitud al actuar: la diferencia entre alguien que construye un hogar pensando en que, de la calidad de su trabajo dependerá en gran medida la felicidad de la familia que la habite, y alguien que tiene el negocio de vender viviendas, no importa cómo resulten… del trabajo doméstico hecho con rectitud, del gerente de una empresa, de su ética y su preocupación por quienes le permiten ser lo que es…

Cuento esta anécdota porque ese día descubrimos que, ante el tema de la mujer, nos habíamos acostumbrado tanto a escuchar de nuestros derechos, de nuestras reivindicaciones, de nuestro… que los demás, aunque cueste reconocerlo, muchas veces se convierten en peldaños, cuando no en instrumentos, para nuestras satisfacciones. ¿Qué podemos esperar entonces de nuestros hijos cuando escuchan «te reto», «acábalo», «humíllalo», «yo soy el mejor», «yo gano»…? Y, más que eso, cuando en sus hogares no ha escuchado una sola palabra que les lleve a valorar, a querer a los demás… porque no son temas de moda, ni salen en las novelas, ni parecen despertar el interés de nadie (no dan «raiting»).

¿Cómo curarse de eso? ¿Cómo aprender y enseñar a disfrutar el hacer feliz a otro?
Hubo, hace algunos años, una campaña en Costa Rica titulada: «La paz comienza en nuestros hogares» y trataba de convencer al país de que la paz que se escribe con mayúscula se siembra en el momento en que cada hogar se convierte en una escuela de virtudes y de amor. Y eso se sustenta etimológicamente muy bien:

  1. Hogar viene de hoguera, un lugar donde el calor hace que todo el mundo se sienta atraído, a gusto, acogido y, en esto, hombres y mujeres tenemos que aportar juntos. Pero es una virtud, un don especial de la mujer, irradiar esa fuerza que lleva a todos a apostar por esta hoguera, escuela de amor. A veces, muchas mujeres damos la impresión de subestimar la importancia de esta tarea por darle prioridad al trabajo extramuros, como si hubiese alguien que nos pudiera reemplazar en el hogar, o como si las grandes marcas, los viajes y las comodidades pudieran ocupar el lugar de ese tiempo de formación, de trato, de escucharnos, de alegrarnos, de hacernos felices…
  2. Amor se compone de: A, de ausencia, y MOR, de muerte = ausencia de muerte = vida. Si yo aprendo y enseño a entregar»me», a dar»me», probablemente haya logrado que ninguno de los superhéroes egoístas penetren el corazón de los míos. Y hago énfasis en el «me» porque probablemente allí está la clave, dar es muy fácil, darme implica vencer mi comodidad, mi capricho, vencer «me», para dar»me» a los prójimos más próximos: mi familia, los demás… Ese es el secreto, esa es la madurez, eso es lo que realmente podrá hacer una diferencia. Los invito a realizar esta reflexión en su vida personal. A mí me está dando muy buenos resultados…
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Autores invitados

Lucy Molinar

Periodista y Directora de Noticias de Radio Caracol